La templanza -como la prudencia, y quizá como todas las virtudes- pertenece, pues, al arte de gozar: es un trabajo del deseo sobre sí mismo, del ser vivo sobre sí mismo. Su objetivo no es sobrepasar nuestros límites, sino respetarlos […] depende menos del deber que del sentido común. Es la prudencia aplicada a los placeres: se trata de gozar lo más posible y lo mejor posible, pero por una intensificación de la sensación o de la conciencia que se tiene de ella, y no por la multiplicación indefinida de sus objetos. ¡Pobre Don Juan por necesitar tantas mujeres! ¡Pobre alcohólico por necesitar beber tanto! ¡Pobre glotón por necesitar comer tanto! Epicuro enseñaba a gozar de los placeres tal y como vienen, tan fáciles de satisfacer, cuando son naturales, como calmar el cuerpo. ¿Hay algo más fácil que saciar la sed? ¿Hay algo más fácil de satisfacer que un estómago o un sexo? ¿Hay algo más limitado, más felizmente limitado, que nuestros deseos naturales y necesarios? No es el cuerpo el que es insaciable. La no limitación de los deseos, que nos condena a la carencia, a la insatisfacción o la desgracia, sólo es una enfermedad de la imaginación.
André Comte-Sponville,
Pequeño tratado de las grandes virtudes,
«La templanza», Ed. Espasa, págs. 55-56.