Nuevamente he dar gracias por la tarde de ayer: bajé con mi hijo a los hinchables, se encontró con un amiguito de la guarde y no pararon hasta que el castillo se deshinchó prácticamente sobre sus cabezas (gracias, también, porque no llegó a pasar nada). Pero vamos, lo importante fue verlos saltar como canguros (eso decían ellos) y pasárselo requetebién. Me costaba mantener la conversación con el padre del otro niño, ya que estaba pendiente de las evoluciones acrobáticas de los chiquillos.

Todavía recuerdo la boda de mis amigos, Juancho y Maripaz, (allá por los 90, creo) en la que también hubo un castillo hinchable que pudimos disfrutar de 3 a 5 de la madrugada. Las secuelas no fueron graves del todo: quemaduras por roces contra la lona, hematomas por golpes contra los otros invitados y ropa de boda deshecha.

Gracias, pues, por la existencia de los niños y por la de los castillos hinchables.

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