«No te enfades, ni te abandones, ni pierdas la paciencia, si a menudo no consigues actuar de acuerdo con principios rectos. Más bien, después de un fracaso, vuelve a intentarlo de nuevo y alégrate si la mayor parte de tus acciones son dignas de un ser humano.» 
(Marco Aurelio, Meditaciones, V-9)

Decíamos en anteriores pinceladas (y lo seguiremos diciendo en posteriores), que la voluntad es casi tan importante o más que el entendimiento para conseguir llevar a cabo nuestros proyectos en la vida y, sobre todo, lograr cambios en nuestros comportamientos.

Sin embargo, hemos de distinguir la voluntad del mero impulso: el impulso produce un movimiento mecánico, físico, que si se encuentra con un obstáculo se detiene o rebota (en función de la elasticidad); en cambio, el cuerpo movido por la voluntad sortea el obstáculo, lo salta, aún después de haber sido detenido o repelido, y si ha caído, vuelve a levantarse. Esta distinción es importante, ya que en todo proyecto nos vamos a encontrar con situaciones adversas y con pequeños fracasos que debemos superar si no queremos que se conviertan en el fracaso del proyecto. La voluntad se hace cargo del fracaso, del error cometido, para lanzarse de nuevo en pos del objetivo con fuerzas renovadas.

Especialmente importante en este sentido es la indulgencia para con uno mismo cuando cometemos un error en el proceso de cambio de un comportamiento, es decir, cuando en una situación concreta no hemos logrado comportarnos como esperábamos. Hemos de perdonarnos ese error para no desfallecer en la empresa global, un perdón que a semejanza de la confesión católica sólo puede llegar tras un examen de conciencia, un dolor de los pecados y un propósito de enmienda. En ese examen y en ese propósito se encuentra además un elemento imprescindible: la inteligencia. La voluntad se hace cargo del fracaso para lanzarse de nuevo, no sólo con fuerzas, sino con inteligencia renovada, y así evitar caer más veces en ese tipo de errores.

No obstante, a veces debido a nuestra falta de luces, a veces debido a distintas circunstancias, no es posible evitar el obstáculo y nos vemos obligados a chocar no dos, sino cien veces contra la misma roca (o más bien contra rocas parecidas) y cien veces debemos levantarnos y continuar nuestro camino como si de Sísifo, el héroe trágico, tratásemos. Así lo expone Albert Camus:


«…su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha» (El mito de Sísifo).

Previamente, Camus, ha explicado que Sísifo carece de toda esperanza para lograr su empresa, dejar la roca en lo alto de la montaña. Y eso es lo que le convierte en un héroe trágico. En buena hora íbamos nosotros a andar subiendo una roca para verla luego rodar montaña abajo… Salvo que la roca sea una metáfora de, por ejemplo, el amor, la justicia, la ética o cualquier otra de las grandes ideas prácticas, ideas por las que merece la pena luchar sin esperanza. Sin esperanza, pero con inteligencia. Sin esperanza, pero con corazón.

(Sobre la esperanza hablaremos en la próxima pincelada)

 

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