No, no vamos a tratar de la iluminación de nuestro puesto de trabajo, aunque pudiera parecerlo tras haber escrito últimamente un artículo sobre prevención de riesgos. Vamos a hablar de la Iluminación con mayúsculas, es decir, de la iluminación espiritual o, un poco más humildemente, iluminación conceptual.

La literatura, el cine, la propia Historia, las religiones y los libros de autoayuda están llenos de historias sobre personajes que alcanzan la Iluminación, de los cuales el más importante e influyente es Buda, nombre que significa, precisamente “el iluminado”. Y lo característico de los personajes que alcanzan o son tocados por la luz, como Pablo de Tarso, independientemente del medio o del proceso por el que lo alcanzan, es que cambian radicalmente de vida.

En la vida real también se producen este tipo de “iluminaciones”: gente que deja su vida anterior para llevar otro modo de vida, ya sea por motivos médicos, políticos, religiosos, espirituales, éticos… Son pocos, ciertamente, pero es que por definición alcanzar la iluminación es una tarea ardua: dice Sánchez Ferlosio que no se puede “llegar a la mística sin pasar por la ascética”.

Sin embargo, en un terreno más mundano todos hemos experimentado en algún momento alguna iluminación, una iluminación que no necesariamente tiene que conllevar un cambio de vida radical, sino un pequeño cambio en nuestras costumbres, o ni siquiera eso, ya que puede ser simplemente una mera iluminación conceptual, es decir, llegar a entender algo, lo que Descartes denomina una “idea clara y distinta”, esto es, un concepto que se comprende desde todos sus puntos de vista y que no se confunde con ningún otro… O eso creemos, porque la luz, del mismo modo que ilumina también puede cegar, y entonces no distinguimos nada.

Desde el punto de vista de la filosofía práctica nos interesaría estudiar esa iluminación que permite cambiar de vida o simplemente de hábitos. ¿En qué consiste la iluminación? “Simplemente” consiste en la contemplación de la Verdad (si es que llegase a existir esa verdad con mayúsculas) o de alguna verdad; o de lo que el iluminado considera como verdad (que esa es otra); una verdad que al ser comprendida no deja opción a actuar de otro modo que no sea conforme a ella.

Y sin embargo todos sabemos lo difícil que resulta cambiar de hábitos por mucho que hayamos descubierto la verdad. ¿O acaso piensa algún fumador que el tabaco no le deja los pulmones como un bidón de alquitrán? ¿Piensan que son falsas las imágenes que incluyen las “autoridades sanitarias”? ¿Dejan por ello de fumar? Claro que muchos pensarán que si no cambiamos es porque lo que hemos descubierto no es la verdad, ya que por definición una verdad práctica conllevaría la actuación en conformidad.

Tendemos a pensar que todos nuestros actos, hábitos y actitudes tienen una base racional, es decir, que están justificados por alguna creencia más o menos racional, tendencia que asimismo está justificada teóricamente por muchas filosofías y prácticamente porque cuando se le pregunta a una persona por el porqué de sus actos suele darnos una razón más o menos convincente (una razón con la que podemos estar o no de acuerdo). Algunas personas sin embargo, suelen dar por respuesta un “no sé”, o un “siempre lo he hecho así”, o un  “yo soy así”; y ojo,  porque puede que sean estas las que más razón lleven, aunque tal respuesta no nos guste nada

Uno es consciente de las razones de sus actos cuando estos son únicos o cuando se está intentando generar un hábito, pero una vez generado la razón puede perderse “en el origen de los tiempos” y el hábito puede irse modificando imperceptiblemente hasta que queda irreconocible. Es entonces cuando al preguntarnos por su base racional podemos decir cualquier cosa (normalmente cosas con sentido y razonables), porque en realidad lo que ocurre es que se ha establecido una ruta (rutina) neuroendocrina que nos ahorra muchos esfuerzos.

Cuando alguna idea nos ilumina y pensamos en, o decidimos, cambiar de hábitos chocamos contra un muro. No decimos que sea imposible saltarlo o atravesarlo, decimos que el muro es alto y grueso. Lo es por las razones antedichas, internas al sujeto, pero también por razones exteriores a él; y es que una rutina se realiza en un determinado entorno y con unos medios determinados. Es difícil cambiar de rutina si no cambia el entorno. Por eso a veces lo que denominamos un cambio radical en la vida consiste entre otras cosas en un cambio de residencia, de trabajo y de amistades. El problema de los drogodependientes, aparte de la adicción física, son los hábitos creados en su entorno; y es la continuidad en ese entorno lo que hace que recaigan una y otra vez.

Ahora bien, cuando queremos simplemente cambiar un hábito como dejar de fumar, comer más sano o hacer más deporte, no necesariamente hemos de cambiar de barrio y de amigos, y por eso también resulta tan difícil y hemos de volcarnos en ello con toda nuestra fuerza de voluntad y todas las técnicas de automodificación de la conducta a nuestro alcance. La “iluminación” produce el empuje inicial, genera una cantidad de movimiento, pero frente a la deceleración que producen los obstáculos es necesaria una fuerza constante que mantenga la velocidad.

El asesoramiento filosófico tradicional puede hacer presente al sujeto las contradicciones entre sus principios o entre éstos y su forma de obrar, puede iluminarlo, pero eso no siempre basta para cambiar de conducta, de ahí que se necesite un proceso de coaching (o auto-coaching) en el que siempre se tengan presentes las razones del cambio y los objetivos a conseguir. Por ello tampoco es irrelevante que entre las escuelas de filosofía práctica, filosofía para la vida, se encontraran auténticas sectas cerradas, como el Jardín de Epicuro, donde el iluminado podía apartarse del entorno social y llevar una vida acorde a las enseñanzas del maestro.

Ciertamente todo esto poco tiene que ver con el concepto oriental o místico de iluminación, donde el iluminado ya no necesita pertenecer a una secta o a una escuela porque ha alcanzado la sabiduría plena, de hecho no necesita siquiera cambiar de hábitos:

Cuando el Maestro de Zen alcanzó la iluminación, escribió lo siguiente para celebrarlo:

«¡Oh, prodigio maravilloso: Puedo cortar madera y sacar agua del pozo!».

[…] Una vez alcanzada la iluminación, en realidad no cambia nada. Todo sigue siendo igual. Lo que ocurre es que entonces el corazón se llena de asombro. […] La vida no prosigue de manera
diferente. Puede uno ser tan variable o tan ecuánime, tan prudente o tan alocado como antes. Pero sí existe una diferencia importante: ahora puede uno ver todas las cosas de diferente modo. Está uno como más distanciado de todo ello. Y el corazón se llena de asombro.

Esta es la esencia de la contemplación: la capacidad de asombro. […] el contemplativo iluminado sigue cortando madera y sacando agua del  pozo.  […] Y ésta es prerrogativa del niño, que con tanta frecuencia se asombra. Por eso se encuentra tan a sus anchas en el Reino de los Cielos.
Anthony de Mello, El Canto del Pájaro.

Sin embargo, para nosotros los occidentales, alcanzar la sabiduría es alcanzar un nuevo modo de vida. Y para los que nos dedicamos a la filosofía práctica el saber es un saber hacer, un hacer bien y un hacer el bien. La mera contemplación es un lujo o, como mucho, un estadio previo a la acción: contemplamos el mundo y nos contemplamos a nosotros mismos para cambiarlo y cambiarnos.

De todos modos siempre podremos contemplarnos en nuestras actividades de cambio y asombrarnos de ello.

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